Minarete destruído polos bombardeos israelíes en Gaza |
De la barbarie del califato a la destrucción de los
grandes tesoros de Siria, EL PAÍS recorre los últimos frentes de una guerra
silenciosa y recurrente contra la memoria
JACINTO ANTÓN
Barcelona 7 SEP 2014 - El País
Son tiempos turbulentos para los vestigios del pasado, especialmente en
Oriente Medio, cuna de la civilización. Sufren las momias, las viejas ciudades
mesopotámicas, como Ebla, y las caravaneras (¡tanques en la rosada Palmira!),
las centenarias mezquitas y los castillos de los cruzados —el níveo y
vertiginoso Crac de los Caballeros, que fascinó a Lawrence de
Arabia, ha recibido un cañonazo de la artillería siria—, y se
malogran los yacimientos que aún deberían seguir dando frutos.
El patrimonio y
la actividad arqueológica son las víctimas más silenciosas de la guerra
y sus daños colaterales generalmente menos tenidos en cuenta. Sin duda es
lógico: en los conflictos bélicos, revueltas armadas y revoluciones el
sufrimiento y la muerte de personas dejan en segundo término cualquier otra
consideración; ninguna joya del pasado vale lo que una vida humana. Dicho esto,
la destrucción que provocan las guerras en términos de cultura material es
espantosa y nos empobrece a todos como especie. No es nada nuevo. La guerra
históricamente —aunque a veces ha ofrecido una paradójica oportunidad, como en
el caso de la expedición de Bonaparte a Egipto, que prácticamente alumbró la
ciencia de la egiptología—, se ha ensañado con el patrimonio del pasado: los
monumentos, obras de arte y otros vestigios de la antigüedad han padecido
siempre de manera dramática, como si el segundo jinete del apocalipsis, la guerra
en su caballo rojo, se solazara con la destrucción de la belleza y el
conocimiento para imponer su terrible estética de armamento, banderas y
ensangrentados campos de batalla.
Recordemos sucesos tan notables como el bombardeo del Partenón,
convertido en polvorín por los turcos, por parte de la flota veneciana del
almirante Morosini en 1687, que devastó el templo, o la destrucción con
artillería y cohetes de los grandes Budas de Bamiyán por los talibanes en 2001
durante el largo conflicto de Afganistán.
La propia dinámica de la guerra conduce muchas veces a que se destruya o
dañe edificios históricos, museos, obras y yacimientos. Raramente los militares
modifican sus planes y acciones por argumentos patrimoniales. César no pensó en
el daño que podría causar a la Biblioteca de Alejandría, y a la posteridad,
incendiando el puerto. Ni los alemanes, atrincherándose en ella ni los Aliados,
bombardeándola en 1944 hasta arrasarla, mostraron ninguna consideración por la
vieja y venerable abadía
benedictina de Montecasino, una sola de las muchísimas maravillas
destruidas en la Segunda Guerra Mundial. Tampoco las tropas estadounidenses
dejaron de acampar sobre las ruinas de Babilonia, junto al palacio de verano de
Sadam Husein, y los pesados Abrams marcharon sobre los pavimentos milenarios
como émulos de los carros de los medos.
Otras veces son el revanchismo y el odio ideológico los que guían la mano
destructora —al estilo de la antorcha de Alejandro en Persépolis—, como sucedió
con el museo de Kabul, de nuevo víctima de la barbuda iconoclastia talibán, o
la Biblioteca de Sarajevo. Provoca escalofríos imaginar lo que pueden hacer —y
ya están haciendo, según algunos testimonios— los fanáticos del Estado Islámico
(EI) cuyos predios corresponden a algunas de las zonas más ricas
arqueológicamente del mundo, como la de los cursos superiores del Tigris y el
Éufrates. Basta recordar los destrozos que perpetraron otros fanáticos
islamistas, los de Ansar Dine, en Tombuctú en 2012.
El expolio sigue como un tiburón la estela de la guerra. Vespasiano y Tito
se llevaron a Roma los viejos artefactos sagrados de los judíos. Wellington,
tras derrotar al sultán Tipu, el Tigre de Mysore, saqueó Seringapatam y rapiñó
sus tesoros (hoy en el Victoria & Albert
Museum). Qué decir del III Reich. El ejército israelí, por su parte,
ha protagonizado episodios de destrucción interesada del patrimonio, sobre todo
palestino y libanés. Los museos están entre las primeras víctimas de la guerra
y sus tesoros se esparcen y desaparecen rápidamente a través de las redes
oscuras del tráfico ilegal de antigüedades.
La panorámica general que sigue, a cargo de los
corresponsales de EL PAÍS, de las amenazas y los daños en algunas de las zonas
más calientes de Oriente Medio es un recordatorio de esas otras víctimas de los
conflictos que no deben ser olvidadas.
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